“La competencia es un pecado”.
John D. Rockefeller
No fueron ni las ciclopistas ni el Metrobús los que me hicieron dejar el auto en casa. Tampoco el masaje y sauna que uno puede obtener por sólo cinco pesos en el Metro. Fue una simple aplicación en mi teléfono celular llamada Uber.
Esta aplicación ha generado una verdadera revolución en el transporte en el mundo. Permite contratar un auto con chofer a un precio módico con unos cuantos toques en la pantalla de un teléfono con conexión a internet.
Un reciente viernes por la tarde-noche tuve que tomar un taxi convencional en la colonia Juárez para ir a Polanco. La distancia era corta, pero estaba lloviendo y la zona, como es habitual, estaba congestionada por manifestantes.
A ningún capitalino le sorprenderá saber que el taxi, un Tsuru, estaba asqueroso y el chofer malencarado y amenazante. En el piso se encontraba esa jerga maloliente que por alguna extraña razón los taxistas consideran debe ser siempre decoración del vehículo. El conductor nunca encendió el taxímetro, cosa cada vez más usual. Al final me cobró 150 pesos por un trayecto que no tendría que haber costado más de 50. El usuario no tiene por supuesto defensa ante un taxista. ¿Recibo por el pago? A quién se le ocurre que alguien pudiera pedirlo o un taxista darlo.
El regreso lo hice en un auto de Uber. El Volkswagen Passat negro lucía impecable. Parecía, de hecho, una limusina en comparación con el taxi anterior. El conductor vestía traje oscuro, camisa blanca y corbata. En el celular tenía yo su nombre, su fotografía, su número de celular y la calificación promedio de sus anteriores clientes. Como pasajero me sentía seguro. Cuando llegó a recogerme, bajó del vehículo para abrirme la puerta y, ya a bordo, me ofreció una botellita de agua.
El trayecto fue rápido y profesional, con el uso de un programa de GPS para llegar de la mejor manera posible al destino. Ahí descendí del auto sin desembolsar efectivo. El cobro fue automático a mi tarjeta de crédito. De inmediato recibí en el teléfono un formato de evaluación del servicio con un máximo de cinco estrellas. Mi chofer merecía la mejor calificación y se la di. En unos minutos tenía ya en el celular un recibo electrónico por 134 pesos. Al final del mes encuentro en mi correo electrónico una factura deducible de impuestos que cubre todos mis traslados.
La diferencia entre el Uber y el taxi es enorme. Casi podríamos decir que no hay competencia. El servicio libera al usuario de los taxis sucios, inseguros y de incierto cobro. Quizá por eso los burócratas no están dispuestos a permitir que continúe.
El secretario de Movilidad de la Ciudad de México, Rufino H. León Tovar, me confirma en una entrevista que el gobierno capitalino está buscando regular los Uber porque son una competencia desleal para los taxis. Y por supuesto que lo son. Cometen el pecado de otorgar un mejor y más seguro servicio por un precio que puede ser menor.
Supongo que la Secretaría de la Movilidad hará todo lo posible por inmovilizar a los Uber o por lo menos para deteriorar el servicio a fin de que ya no sean competencia para los taxis. La mentalidad burocrática siempre se opone a la innovación y la libertad. El problema con los Uber es que no son suficientemente malos y sucios. Eso es desleal.
No es México la única ciudad del mundo en que por presión de las organizaciones de taxistas se busca restringir la operación de Uber. El resultado, cuando se establecen nuevas reglas, siempre es reducir la calidad del servicio o aumentar el precio.
Entiendo que los taxistas estén preocupados. Los Uber son un servicio superior. Una autoridad comprometida con el bienestar de los ciudadanos tomaría medidas para subir el servicio de los taxis al nivel de los Uber en lugar de bajar el de los Uber. Pero supongo que entonces no sería autoridad.
Por Sergio Sarmiento / Reforma
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