Julio César Mondragón Fontes, estudiante de la Normal Rural de Ayotzinapa, logró disfrutar plenamente de su paternidad durante 15 días. A fines de agosto, principios de septiembre, consiguió que en el internado guerrerense le dieran permiso de ir a Tlaxcala para poder visitar a su hija recién nacida. “Pasamos los 15 días más felices de nuestra vida”, dice su compañera Marisa Mendoza Cacahuatzin.
El 26, en la fatídica noche de Iguala, fue asesinado. Tenía 22 años.
En medio de la catástrofe humanitaria que significan 43 estudiantes víctimas de desaparición forzada, el caso de los seis asesinados, tres de ellos normalistas, tiende a diluirse en medio de la conmoción. En particular uno de ellos, el de un muchacho que murió bárbaramente torturado. Su joven viuda lamenta: “Sí, Julio César está un poco olvidado, no solo por el gobierno sino en general, por la gente”.
Intenta explicar esta dolorosa invisibilización “por la manera en la que lo mataron. A la gente le aterra esa imagen. Cualquiera se aterroriza con sólo pensar que exista alguien capaz de hacer eso”.
Marisa, a sus 24 años, con su formación de maestra rural —egresada de la Normal Rural de Panotla, Tlaxcala— no rehúye esa palabra que invoca un tormento medieval, bárbaro. Ya fue capaz de reclamárselo en su cara al presidente Enrique Peña Nieto en Los Pinos, en aquella crispada reunión del 29 de octubre.
“Le dije que le corresponde exigir justicia para todos, incluido mi esposo. Y le exigí que no se desentendiera de Julio César, porque a él lo desollaron vivo y esa es una tortura extrema. Y un crimen contra la humanidad, ante el cual el Estado tiene una responsabilidad muy clara”.
La joven pedagoga está decidida a que Julio no caiga en el olvido, a reivindicar su memoria y a participar en la medida de sus fuerzas en el movimiento social que empieza a articularse y tomar fuerza a partir de Ayotzinapa. “Es que en las normales rurales también nos enseñan a ser parte de las luchas sociales”.
Sola, con su niña Melissa Sayuri, Marisa cubre dos turnos en primarias del Distrito Federal, nueve horas de trabajo frente a un salón de clases, porque —dice— “ahora me toca resolver sola el futuro de mi hija”. Por lo pronto —las lágrimas corren por su cara— “le estoy haciendo un baúl de recuerdos de Julio, con los regalitos que nos dimos, con nuestras fotos, que son bastantes, con las cositas que he escrito para él, para que cuando crezca la niña pueda saber quién fue su papá, un hombre extraordinario, valiente, que lo que más deseaba era tener una familia y que la amaba muchísimo”.
Si uno de los derechos inalienables de las víctimas es conocer la verdad de los hechos, a Marisa se lo han negado. “Hay algunas versiones, contradictorias. Pero yo he sacado mis propias conclusiones. Yo sé que Julio César no echó a correr porque él no era un cobarde. No era un peleonero, pero sabía enfrentarse a quienes lo amenazaban. Eso pudo haber pasado, que lo agarraron entre varios, lo golpearon cruelmente. Dicen que eran muy jóvenes los agresores, casi niños. A lo mejor por eso quisieron dejar su huella en Julio”.
De Tenancingo
Han pasado ya muchos días del Día de Muertos, pero en la casita campestre que se levanta al final de un callejón, en el pueblo de Tecomatlán, al pie del cerro del Calvario pegado a Tenancingo, todavía “se recibe cera”. Según la costumbre local a los difuntos recientes se les expresa afecto llevándoles cirios. Es el hogar de Afrodita Mondragón Fontes, la madre de Julio César.
Las fotografías iluminadas por las llamas de las velas, las flores, las mandarinas y las calabazas, muestran al joven apuesto que fue, con su rostro fino, bien parecido, los ojos vivaces de la juventud, un corte de cabello moreno. El rostro que le robaron.
A un costado y detrás de la ofrenda se apilan montañas de cirios. El pueblo está tan conmocionado por la noticia de su muerte, bajo brutales torturas, que nadie ha dejado de pasar a rendirle tributo a su manera.
Todos participan del duelo.
Una cortina de tela separa el salón de lo que fue la recámara de Julio mientras fue soltero, un pequeño espacio juvenil con una cama, una bici recargada en la pared, un plástico con fotografías de su entonces novia Marisa, corazones marcados con un “te amo” y un librero con algunos libros: El lobo Estepario de Hermann Hesse, México Profundo de Guillermo Bonfil Batalla, El Valor de Educar de Savater.
A pesar de los bandazos propios de la adolescencia, Julio siempre tuvo claro que quería ser profesor, como casi todos sus tíos, tías y primos. Ingresó a la Normal Rural de Tenería, la de Tenancingo, una escuela que como Ayotzinapa, se resiste a ser desmantelada. Pero a medio año murió su abuela, Guillermina, su mayor referente.
“Se deprimió. Faltó mucho a clases y al final le dieron de baja, perdió su beca”, recuerda Raúl Mondragón Chávez, el abuelo.
No hay padre biológico de Julio César en su círculo familiar. Él y un hermano menor, que viven con su madre, fueron criados en un entorno de familia ampliada: abuelos, tíos, primos.
El abuelo Raúl pasa el día en su silla, leyendo el periódico y a veces parece olvidar que Julio César ya no está, que en cualquier momento va a entrar a la casa, a tomar un pan de la larga mesa del comedor. Sigue relatando los años de búsqueda del joven, cuando se fue al D.F., ingresó a la Benemérita Escuela Nacional de Maestros. “Pero no le gustó la ciudad, él era del campo, de aquí.”
Sale al patio y regresa con la constancia del amor de Julio al terruño: un joven nogal, todavía en maceta, que él mismo sembró y cuidó. Pronto estará listo para el trasplante, en un rincón del huerto de aguacates de la familia. “Dentro de diez años estaremos comiendo las nueces de Julio”, dice nostálgico.
Luego de su breve paso por el DF, volvió al pueblo a estudiar al Tecnológico de Estudios Superiores de Villa Guerrero. Su mamá insistía y pagó la inscripción. Pero no duró mucho. “Ahí van puros burgueses”, decía.
La Mondragón Fontes es una familia de ideas progresistas. El abuelo, la mamá, un tío y su hermano menor son chicharroneros, oficio aprendido de un viejo pariente de Mexicaltzingo. “Hacer chicharrón en un pueblo de panaderos ¿se imagina?”, ríe don Raúl. Y los maestros de la familia participan en las luchas magisteriales. Como Julio tenía muy clara su vocación, ser maestro rural, probó inscribirse en Tiripetío, Michoacán, pero no pasó el examen.
Luego probó en la “Isidro Burgos” Ayotzinapa, Guerrero. Y lo aceptaron. Al fin había logrado su cometido. El 30 de julio había nacido su niña. Las piezas empezaban a acomodarse en el rompecabezas de su vida.
Una fiesta, un encuentro
Entre los normalistas rurales, la Escuela “Lázaro Cárdenas” de Tenería —varonil— es famosa por sus fiestas de aniversario. Y la “Benito Juárez” de Panotla —femenil— es famosa por sus grupos de baile regional. De modo que hace dos años Tenería invitó a las chicas tlaxcaltecas de Panotla a participar en los festejos. Ellas prepararon bailables de Durango. Así fue como Marisa conoció a Julio.
El facebook, moderno cupido, hizo el resto. Con los meses se hicieron novios y poco tiempo después, pareja.
Cuando nació la niña, el 30 de julio, Marisa ya se había graduado. Ese mismo día a Julio le notificaron que era aceptado en Ayotzinapa y que tenía que presentarse de inmediato. Apenas unos minutos para besar a su mujer y a su hija y partir hacia Guerrero.
La noche de la barbarie en Iguala, 26 de septiembre, Julio le llamó a Marisa desde un celular prestado, pues había perdido el suyo. Eran las 21:42 pm. Le dijo que los estaban baleando. “Por eso sabemos que no cayó en el primer ataque sino en el segundo”, afirma uno de sus tíos.
En casa de los Mondragón, en Tenancingo, las horas siguientes fueron frenéticas. Cualquier versión que diera por vivo a Julio César era atesorada por la familia; cualquier posibilidad de certeza era puesta en duda. Hasta que el hermano pequeño de Julio llamó aparte al tío mayor. “Mire tío”, le enseñó la pantalla de su teléfono. Era la horrible fotografía del muchacho desollado. “Espérate, no es seguro que sea él”.
El joven lloraba a lágrima viva: “No tío, es su bufanda, es su playera. Y mírele las manos”. Julio tenía dos pequeñas cicatrices de quemaduras en una mano. Entonces el tío le volvió a marcar a la esposa de Julio. “Marisa ¿cómo le decían a Julio en la escuela?”. La respuesta le mató las esperanzas: El Chilango. Así decían las redes sociales que se llamaba la víctima.
Sin autopsia
Marisa Mendoza y el tío llegaron al Servicio Médico Forense de Chilpancingo el día 28. Aguantaron estoicamente el impacto de reconocer un cuerpo tan bárbaramente torturado. Rindieron su declaración ante burócratas deshumanizados. El funcionario insistía en no agregar la observación de los familiares sobre las huellas de tortura. Mientras, otros empleados de la procuraduría estatal platicaban muy a la ligera sobre indemnizaciones. “Llegaron a insinuar que podíamos pedir hasta tres o cuatro millones de pesos. No hicimos ningún caso. Solo queríamos llevarnos el cuerpo de mi sobrino”.
El acta de defunción número 140301751 que les entregó la oficialía de partes del Registro Civil de Chilpancingo, fechada el 29 de septiembre, solo cita como causa de la muerte “edema cerebral, múltiples fracturas en cráneo, lesiones producidas por agente contundente”.
En el Semefo les negaron la entrega, obligatoria, de la necropsia. “Nos dijeron que teníamos que ir por ella a Iguala, que no la podían mandar”. Iguala hervía en esos momentos. No podían arriesgarse. Obtener ese documento crucial es un asunto pendiente para la familia. Para ello cuentan con la asesoría jurídica del Centro de Derechos Humanos Tlachinollan y el Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vittoria.
“Queremos aclarar —dice Raúl Mondragón— que no aceptamos una indemnización. Pero eso no quiere decir que renunciemos a nuestro derecho a una reparación del daño conforme a los estándares internacionales”.
Con información de e-Consulta
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